lunes, 20 de marzo de 2017

BASTAN DIEZ JUSTOS PARA SALVAR A TODA LA CIUDAD - JOSEPH RATZINGER

EL MISTERIO DEL MAL Y EL ANTÍDOTO DE LA MISERICORDIA


    Respecto al tiempo de Lutero y a la perspectiva clásica de la fe cristiana, para el hombre de hoy las cosas, en cierto modo, se han invertido; es decir, ya no es el hombre quien cree que necesita la justificación en presencia de Dios, sino que es Dios el que debe justificarse por todas las cosas horribles que hay en el mundo y por la miseria del ser humano. Cosas, todas ellas, que en última instancia dependerían de él.

    A este respecto, creo que es indicativo el hecho de que un teólogo católico asuma, incluso de una manera directa y formal, dicha inversión: Cristo no habría sufrido por los pecados de los hombres, sino que más bien, por decirlo de algún modo, habría borrado las culpas de Dios. Aunque ahora la mayor parte de los cristianos no comparta una inversión tan drástica de nuestra fe, se puede decir que todo esto hace surgir una tendencia de fondo de nuestro tiempo. […]

    Sin embargo, en mi opinión sigue existiendo, aunque de otra manera, la percepción de que necesitamos de la gracia y el perdón. Para mí, es un “signo de los tiempos” el hecho de que la idea de la misericordia de Dios esté en el centro y domine cada vez más. […] El Papa Juan Pablo II estaba profundamente impregnado de este impulso, aunque tal vez no emergiera de manera explícita. […] Sólo donde hay misericordia acaban la crueldad, el mal y la violencia.

    El Papa Francisco está completamente de acuerdo con esta línea. Su praxis pastoral se expresa, precisamente, en el hecho de que él habla continuamente de la misericordia de Dios.

    Es la misericordia la que nos mueve hacia Dios, mientras que la justicia, en su presencia, nos da miedo. En mi opinión, esto evidencia que bajo la pátina de seguridad en sí mismo y en su propia justicia, el hombre de hoy conoce profundamente sus heridas y su indignidad ante Dios. Y espera la misericordia. Ciertamente, no es casualidad que para los contemporáneos la parábola del buen samaritano sea la más atractiva.


TAMBIÉN DIOS PADRE SUFRE, POR AMOR

    La contraposición entre el Padre, que insiste absolutamente en la justicia, y el Hijo, que obedece al Padre y que al obedecer acepta la cruel exigencia de la justicia, no sólo es incomprensible hoy, sino que a partir de la teología trinitaria es, en sí, del todo equivocada.

     El Padre y el Hijo son una sola cosa y, por lo tanto, su voluntad es, “ab intrinseco”, una sola. Cuando el Hijo, en el huerto de los olivos, lucha con la voluntad del Padre no es porque deba aceptar para sí una disposición cruel de Dios, sino por el deseo de atraer a la humanidad al interior de la voluntad de Dios. […]

    Pero entonces, ¿por qué la cruz y la expiación? […] Pongámonos ante la increíble y sucia cantidad de mal, de violencia, de mentira, de odio, de crueldad y de soberbia que infectan y destruyen el mundo entero. Todo este mal no puede, simplemente, ser declarado inexistente; ni siquiera por parte de Dios. Debe ser depurado, reelaborado y superado.

    Israel, en la antigüedad, estaba convencido de que el sacrificio diario por los pecados y, sobre todo, la gran liturgia del día de la expiación –el yom kippur– eran necesarios como contrapeso a todo el mal presente en el mundo y que únicamente mediante dicho reequilibrio el mundo podía, por expresarlo de algún modo, ser soportable. Pero cuando en el templo desaparecieron los sacrificios tuvieron que preguntarse qué contraponer a los poderes del mal, que eran muy superiores, y cómo podían encontrar, de alguna manera, el contrapeso. Los cristianos sabían que el templo había sido sustituido por el cuerpo resucitado del Señor crucificado y que su amor radical e inconmensurable era el contrapeso a la inconmensurable presencia del mal. Sabían que Cristo crucificado y resucitado es un poder que puede contrastar el del mal, y que salva el mundo. Sobre este fundamento pudieron también entender el sentido de sus propios sufrimientos, incluidos en el amor de Cristo que sufre y que son parte del poder redentor de dicho amor.

    Antes citaba a ese teólogo para quien Dios ha debido sufrir a causa de sus culpas respecto al mundo. Ahora bien, dado el cambio de perspectiva, emerge esta verdad: Dios, sencillamente, no puede dejar como está todo este mal que deriva de la libertad que Él mismo ha concedido. Sólo Él, que ha venido a formar parte del sufrimiento del mundo, puede redimirlo.

    Sobre esta base, la relación entre el Padre y el Hijo es más perspicua. Reproduzco aquí un pasaje del libro de Henri de Lubac sobre Orígenes que, en mi opinión, es muy claro respecto a este tema:

    “El Redentor ha entrado en el mundo por compasión hacia el género humano. Ha tomado sobre sí nuestras ‘passiones’ antes incluso de ser crucificado… Pero, ¿cuál fue el sufrimiento que Él soportó anticipadamente por nosotros? Fue la pasión del amor. Pero el Padre mismo, el Dios del universo, el que es la sobreabundancia de la longanimidad, la paciencia, la misericordia y la compasión, en un cierto sentido ¿no sufre también?… ¡El Padre mismo no está exento de pasiones! Si lo invocamos Él siente misericordia y compasión, percibe un sufrimiento de amor”.

    En algunas zonas de Alemania había un devoción muy conmovedora que contemplaba la “die Not Gottes”, la indigencia de Dios. Y también la imagen del “trono de gracia” forma parte de esta devoción: el Padre sostiene la cruz y el crucificado y se inclina amorosamente sobre él para, de esta manera, estar juntos en la cruz.

    Así, de un modo grandioso y puro se percibe allí qué significan la misericordia de Dios y la participación de Dios en el sufrimiento del hombre. No se trata de una justicia cruel, del fanatismo del Padre, sino de la verdad y de la realidad de la Creación: de la verdadera e íntima superación del mal que, en última instancia, sólo puede suceder en el sufrimiento del amor.



FE CRISTIANA Y SALVACIÓN DE LOS INFIELES

    Es indudable que, en lo que respecta a este punto, estamos ante una profunda evolución del dogma. […] Si es verdad que los grandes misioneros del siglo XVI estaban convencidos de que quien no estaba bautizado estaba perdido para siempre –y esto explica su compromiso misionero–, después del concilio Vaticano II dicha convicción ha sido abandonada definitivamente en la Iglesia católica.

    De esto deriva una doble y profunda crisis. Por una parte, esto parece eliminar cualquier tipo de motivación por un futuro compromiso misionero. ¿Por qué se debería intentar convencer a las personas de que acepten la fe cristiana cuando pueden salvarse también sin ella?

    Pero también a los cristianos se les planteó una cuestión: la obligatoriedad de la fe y su forma de vida pasó a ser incierta y problemática. Al fin y al cabo, si hay quien se puede salvar también de otros modos ya no está tan claro por qué el cristiano tiene que estar vinculado a las exigencias de la fe cristiana y a su moral. Si la fe y la salvación ya no son interdependientes, también la fe pierde su motivación.

    En los últimos tiempos se han llevado a cabo diversos intentos con el fin de conciliar la necesidad universal de la fe cristiana con la posibilidad de salvarse sin ella.

   Recuerdo dos: ante todo, la conocida tesis de los cristianos anónimos de Karl Rahner. […] Es cierto que esta teoría es fascinante, pero reduce el cristianismo a una pura y consciente presentación de lo que el ser humano es en sí y, por lo tanto, descuida el drama del cambio y de la renovación, fundamental en el cristianismo.

    Aún menos aceptable es la solución propuesta por las teorías pluralistas de la religión, según las cuales todas las religiones, cada una a su manera, serían vías de salvación y, en este sentido, equivalentes entre sí. La crítica de la religión tal como es ejercida por el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento y la Iglesia primitiva es esencialmente más realista, más concreta y más verdadera en su análisis de las distintas religiones. Un aceptación tan simplista no es proporcional a la grandeza de la cuestión.

    Recordamos sobre todo a Henri de Lubac, y con él a otros teólogos, que insistieron sobre el concepto de sustitución vicaria. […] Cristo, al ser único, era y es para todos: y los cristianos, que en la grandiosa imagen de Pablo constituyen su cuerpo en este mundo, participan de dicho “ser para”. Por decirlo de algún modo, cristianos no se es por sí mismos, sino con Cristo, para los otros.

    Esto no significa poseer una especie de billete especial para entrar en la bienaventuranza eterna, sino la vocación a costruir el conjunto, el todo. Lo que la persona humana necesita en orden a la salvación es la íntima apertura hacia Dios, la íntima expectativa y adhesión a Él y esto, viceversa, significa que nosotros, junto al Señor que hemos conocido, vamos hacia los otros e intentamos hacer visible para ellos el acontecimiento de Dios en Cristo. […]

    Pienso que en la situación actual es, para nosotros, cada vez más evidente y comprensible lo que el Señor le dice a Abraham, es decir, que diez justos habrían bastado para que la ciudad sobreviviera, pero que ésta se destruye a sí misma si no se alcanza este número tan pequeño. Está claro que debemos reflexionar ulteriormente sobre toda esta cuestión.


    El texto de Joseph Ratzinger del que más arriba se reproducen los pasajes más relevantes no es inédito. Había sido leído por su secretario, Georg Gänswein, durante un congreso organizado en Roma por los jesuitas de la Rectoría de la iglesia del Gesù, entre el 8 y el 10 de octubre de 2015, mientras en el Vaticano se celebraba el sínodo sobre la familia.
    Pero hasta hace dos días poquísimos conocían este texto, con forma de entrevista. Ahora está a punto de salir un libro que recoge las intervenciones de ese congreso. El miércoles 16 de marzo, el periódico “Avvenire” anticipó amplios pasajes, revelando también el nombre del entrevistador. Pocas horas después, “L’Osservatore Romano” lo publicó íntegro.

    Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.


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