miércoles, 3 de enero de 2018

ENTENDER A WOJTYLA PARA COMPRENDER A BERGOGLIO - PARTE 2

El carácter personalista de “Amori laetitia”.Conferencia de Rodrigo Guerra López leída en el IV Congreso Iberoamericano de Personalismo Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla 28-30 de agosto de 2017


La primacía del amor o de cómo el amor
 es método para anunciar la verdad 

    Es muy difícil caracterizar al pensamiento personalista en unos cuantos trazos. En algunas ocasiones lo hemos intentado pero cualquier lista de atributos corre el riesgo de ser siempre incompleta. Sin pretender volver a este asunto, vale la pena detectar que es recurrente la centralidad que los personalistas damos al tema de la vida afectiva y en especial al tema del amor. Esto no debe sorprender a nadie debido a que el personalismo es una modalidad de filosofía cristiana que como tal trata de superar el mero intelectualismo a través de una afirmación del valor de la razón al interior de una dinámica mayor, es decir, al interior de las exigencias más constitutivas del centro afectivo de la persona que se encuentra tensionado por el amor. Más aún, una exploración ya no de escuela sino propiamente especulativa, en torno a la estructura última de la realidad, nos permite eventualmente mirar no sólo que el núcleo más profundo del yo es una demanda continua de amor, sino que el amor es fundamento de la participación metafísica y es el destino último del ser humano como persona.

    Karol Wojtyla abordó parte de este universo temático en una de sus obras capitales: Amor y responsabilidad. En ella de inmediato se percibe que para el filósofo polaco la única manera de salvar a la persona de su oscurecimiento, de su instrumentalización, o de su sacrificio, es precisamente amarla con amor de benevolencia. La denominada “norma personalista de la acción” no es otra cosa que la expresión filosófica de la arquitectura fundamental del mandamiento del amor: Persona est affirmanda propter seipsam!, ¡hay que afirmar a la persona por sí misma y nunca usarla como mero medio!

    Este primer principio moral que la conciencia descubre al abrirse a la realidad a través del encuentro con el otro no es una norma más al interior de un océano infinito de normas y regulaciones diversas. Más bien, es el criterio que nos permite juzgar y orientar toda otra norma y dinamismo humano. Wojtyla dirá a este respecto:

    Este principio posee un alcance absolutamente universal. Nadie tiene derecho de servirse de una persona, de usar de ella como de un medio, ni siquiera Dios su Creador.

    En el fondo, la norma personalista de la acción lo que indica es que la única manera propia y adecuada de relacionarse con una persona es el amor. El amor en sus múltiples formas. El amor en todos los escenarios. El amor paciente y comprensivo. El amor que sabe que su horizonte no está delimitado por la justicia, por el rigor o por la dureza sino por la verdad más radical: por la oblación y el sacrificio por el otro, en especial, si está herido, si es más débil o vulnerable.

    En efecto, algunos han llegado a pensar que el binomio amor-verdad es como una suerte de compensación entre dos polos: sentimentalismo y rigor, subjetividad y objetividad, o parejas de términos similares. Sin embargo, esta no es la mirada de Wojtyla, ni en general la perspectiva del pensamiento filosófico cristiano. La articulación del amor con la verdad no se da como dos realidades que se compensan extrínsecamente la una a la otra sino como la relación que guarda aquello que es excedente, superabundante, con aquello que es parte constitutiva. Podríamos decir esto mismo de una manera simple: el amor verdadero incluye constitutivamente la verdad. Y la verdad fundamental que hace al amor verdadero es precisamente esta: hay que actuar de tal manera que las exigencias constitutivas de la persona y sus múltiples heridas puedan recibir un bien tal que la persona toda re-encuentre un camino conforme a su dignidad y a su condición de sujeto que se realiza gradualmente a través de la acción. La verdad, pues, no es la verdad abstracta sino la verdad sobre el hombre que es persona y que aguarda, muchas veces, en secreto, el encuentro con un gesto de amor.

    Francisco en Amoris laetitia precisamente introduce esta mirada en el corazón de toda su argumentación. La sola verdad no incluye el amor. Es posible usar la verdad como proyectil para herir, para lastimar. Cuando esto sucede, se traiciona a la verdad más fundamental que la persona humana espera en su corazón: ser tratada de tal modo que nunca sea usada, nunca coaccionada violentamente. La norma personalista de la acción, mirada precisamente como una norma para la persona no-acabada, como un principio moral para la persona en tránsito, para la persona-en-acción, exige siempre, gran paciencia y ternura, gran cuidado y respeto a la dinámica más íntima de la persona, es decir, a su conciencia que no se educa “de golpe” sino que siempre está en camino.

    ¿Por qué, de repente, introducimos la cuestión de la conciencia? ¿Será acaso un subterfugio para justificar algún tipo de relativismo? La respuesta a esta cuestión es negativa. La persona humana, en su estructura fundamental, ha de recibir la verdad al modo cómo el sujeto humano ha sido construido, es decir, utilizando sus facultades de la manera que su naturaleza exige. Lo recibido siempre se recibe al modo del recipiente. Y el recipiente humano acoge la verdad en toda su objetividad a través del abrazo gradual de la conciencia que se abre y se estremece por su contacto con el objeto que la plenifica. Conciencia y verdad, no son dos polos un tanto antitéticos. Sino que la verdad encuentra su recipiente natural en la conciencia, su abrazo propiamente humano. La norma personalista de la acción, el amor benevolente por el otro, de este modo se vuelve principio moral, es decir, invitación no-coactiva para orientar el ejercicio de la libertad. Wojtyla dirá, por ello, que “así formulado, este principio se encuentra en la base toda libertad bien entendida, en particular, de la libertad de conciencia”.

    Para que la conciencia subordine las acciones a la verdad, es preciso, que la verdad sea acogida en conciencia. Volveremos a esto más adelante. Simplemente ahora miremos con atención que el amor verdadero y la verdad sobre el amor, tan queridos por Karol Wojtyla-Juan Pablo II, son los que permiten afirmar años después a Francisco que en la convivencia humana, y particularmente, en la convivencia matrimonial y familiar:

    Amar también es volverse amable (…). El amor no obra con rudeza, (…) no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. (…) Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a ser afable con los que lo rodean» (…) «El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón».

    Todo el capítulo IV de Amoris laetitia es un himno al amor así entendido. De hecho, en mi opinión, este es el criterio hermenéutico principal de todo este documento de Magisterio ordinario. Si se entiende bien este capítulo, se esclarece todo el resto del documento, incluido el capítulo VIII dedicado al bello y delicado tema del “acompañar, discernir e integrar la fragilidad”. Todas las personas que viven en situaciones irregulares en el matrimonio y en la familia sólo pueden ser sanadas bajo esta óptica en la que el amor verdadero se expresa como misericordia. Las personas no somos objetos que se puedan tratar como cosas, como máquinas que han de obedecer sin chistar. Al contrario, las personas ejercemos nuestra peculiar causalidad autodeterminada con la mediación esencial de la conciencia y la voluntad. Por ello, la libertad es irreductible a las formas de causalidad eficiente propias de los entes no-personales. Por ello, las personas humanas, particularmente cuando están heridas, es preciso “acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza”.

    Este es el fundamento de lo que Juan Pablo II llamaba “ley de la gradualidad”. Que como bien indica el Papa Francisco, no es una “gradualidad de la ley” sino una gradualidad en el ejercicio prudencial al momento de hacer la propuesta a una forma nueva de vida, particularmente para los que no están “en condiciones sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la ley”.

Fuente: Vatican Insider Documentos


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