TIEMPO PASCUAL
LUNES DE SEMANA IV
Propio del Tiempo. Salterio IV
23 de Abril
(Cap. 15, núms. 35-36: PG 32, 130-131)
El Señor, que es quien nos da la vida, estableció para nosotros la institución del bautismo, símbolo de muerte y de vida: por el agua es representada la muerte y por el Espíritu se nos dan las arras de la vida.
El bautismo tiene una doble finalidad: la destrucción del cuerpo de pecado, para que no fructifiquemos ya más para la muerte, y la vida en el Espíritu, que tiene por fruto la santificación; por esto el agua, al recibir nuestro cuerpo como en un sepulcro, suscita la imagen de la muerte; el Espíritu, en cambio, nos infunde una fuerza vital y renueva nuestras almas, pasándolas de la muerte del pecado a la vida original. Esto es lo que significa renacer del agua y del Espíritu, ya que en el agua se realiza nuestra muerte y el Espíritu opera nuestra vida.
Con la triple inmersión y la triple invocación que la acompaña se realiza el gran misterio del bautismo, en el que la muerte halla su expresión figurada y el espíritu de los bautizados es iluminado con el don de la ciencia divina. Por tanto, si alguna virtualidad tiene el agua, no la tiene por su propia naturaleza, sino por la presencia del Espíritu. Porque el bautismo no es remoción de las manchas del cuerpo, sino la petición que hace a Dios una buena conciencia. Y para prepararnos a esa nueva vida, que es fruto de su resurrección, es por lo que el Señor nos propone toda la doctrina evangélica: que no nos dejemos llevar por la ira, que soportemos los males, que no vivamos sojuzgados por la afición a los placeres, que nos libremos de la preocupación del dinero; todo esto nos lo manda para inducirnos a practicar aquellas cosas que son connaturales a esa nueva vida.
Por el Espíritu Santo se nos restituye en el paraíso, por él podemos subir al reino de los cielos, por él obtenemos la adopción filial, por él se nos da la confianza de llamar a Dios con el nombre de Padre, la participación de la gracia de Cristo, el derecho de ser llamados hijos de la luz, el ser partícipes de la gloria eterna y, para decirlo todo de una vez, la plenitud de toda bendición, tanto en la vida presente como en la futura; por él podemos contemplar como en un espejo, cual si estuvieran ya presentes, los bienes prometidos que nos están preparados y que por la fe esperamos llegar a disfrutar. En efecto, si tales son las arras, ¿cuál no será la plena posesión? Y si tan valiosas son las primicias, ¿cuál no será su total realización?
EL ESPÍRITU ES EL QUE DA LA VIDA
El Señor, que es quien nos da la vida, estableció para nosotros la institución del bautismo, símbolo de muerte y de vida: por el agua es representada la muerte y por el Espíritu se nos dan las arras de la vida.
El bautismo tiene una doble finalidad: la destrucción del cuerpo de pecado, para que no fructifiquemos ya más para la muerte, y la vida en el Espíritu, que tiene por fruto la santificación; por esto el agua, al recibir nuestro cuerpo como en un sepulcro, suscita la imagen de la muerte; el Espíritu, en cambio, nos infunde una fuerza vital y renueva nuestras almas, pasándolas de la muerte del pecado a la vida original. Esto es lo que significa renacer del agua y del Espíritu, ya que en el agua se realiza nuestra muerte y el Espíritu opera nuestra vida.
Con la triple inmersión y la triple invocación que la acompaña se realiza el gran misterio del bautismo, en el que la muerte halla su expresión figurada y el espíritu de los bautizados es iluminado con el don de la ciencia divina. Por tanto, si alguna virtualidad tiene el agua, no la tiene por su propia naturaleza, sino por la presencia del Espíritu. Porque el bautismo no es remoción de las manchas del cuerpo, sino la petición que hace a Dios una buena conciencia. Y para prepararnos a esa nueva vida, que es fruto de su resurrección, es por lo que el Señor nos propone toda la doctrina evangélica: que no nos dejemos llevar por la ira, que soportemos los males, que no vivamos sojuzgados por la afición a los placeres, que nos libremos de la preocupación del dinero; todo esto nos lo manda para inducirnos a practicar aquellas cosas que son connaturales a esa nueva vida.
Por el Espíritu Santo se nos restituye en el paraíso, por él podemos subir al reino de los cielos, por él obtenemos la adopción filial, por él se nos da la confianza de llamar a Dios con el nombre de Padre, la participación de la gracia de Cristo, el derecho de ser llamados hijos de la luz, el ser partícipes de la gloria eterna y, para decirlo todo de una vez, la plenitud de toda bendición, tanto en la vida presente como en la futura; por él podemos contemplar como en un espejo, cual si estuvieran ya presentes, los bienes prometidos que nos están preparados y que por la fe esperamos llegar a disfrutar. En efecto, si tales son las arras, ¿cuál no será la plena posesión? Y si tan valiosas son las primicias, ¿cuál no será su total realización?
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