TIEMPO ORDINARIO
MARTES DE LA SEMANA XIX
14 de Agosto
Catequesis bautismal: Ver el rostro de Dios
[…] Alguno dirá: ¿Acaso no está escrito: «Los ángeles (de los niños) ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos» (cf. Mt 18,10). Pero los ángeles ven a Dios, no como él es, sino en cuanto pueden captarlo. Pues el mismo Jesús es quien dice: «No que nadie haya visto al Padre, excepto el que ha venido de Dios; éste ve al Padre» (Jn 6,46). Lo ven los ángeles en cuanto son capaces y, en cuanto pueden, los arcángeles y, de un modo más excelente que los primeros, también los tronos y las dominaciones, a quienes son aquellos inferiores en dignidad.
En realidad, sólo el Espíritu Santo puede, juntamente con el Hijo, ver a Dios como es. Pues «él lo escruta todo y lo conoce todo, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10); de manera que es cierto que incluso el Hijo unigénito, en cuanto conviene, también conoció al Padre a una con el Espíritu Santo, pues dice: «tampoco al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Ve él a Dios, como es debido, y lo revela, con el Espíritu Santo y por el Espíritu Santo, a cada uno según su capacidad. Por otra parte, de la divina eternidad participa también, juntamente con el Espíritu Santo, el Hijo, el cual «desde toda la eternidad» (2 Tim 1,9) fue engendrado sin esfuerzo y conoció al Padre, conociendo el engendrador al engendrado. Pero, en cuanto a los ángeles, siendo limitado su conocimiento —pues como dijimos, es el Unigénito el que según su capacidad les revela (a Dios) juntamente con y por medio del Espíritu Santo, que ningún hombre se avergüence de confesar su ignorancia
[…] Para nuestra piedad nos basta una sola cosa, saber que tenemos a Dios: el Dios único, el Dios que existe desde la eternidad, sin variación alguna en sí mismo, ingénito, más fuerte que ningún otro y a quien nadie expulsa de su reino. Se le designa con múltiples nombres, todo lo puede y permanece invariable en su sustancia. Y no porque se le llame bueno, justo, omnipotente, «Dios de los ejércitos», es por ello variable y diverso, sino que, siendo uno y el mismo, realiza innumerables operaciones divinas. Y no tiene más de alguna parte y menos de otra, sino que en todas las cosas es semejante a sí mismo. No es grande sólo en la bondad, pero inferior en la sabiduría, sino que es semejante en sabiduría y bondad. Tampoco es que en parte vea y en parte esté privado de visión, sino que todo lo ve, todo lo oye y todo lo entiende. No es que, como nosotros, comprenda en parte las cosas y en parte las ignore: este modo de hablar es blasfemo e indigno de la personalidad divina. Conoce previamente lo que existe, es santo y ejerce su poder sobre todo; es mejor, mayor y más sabio que todas las cosas. No se le puede señalar principio ni forma ni figura. Pues «no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro», dice la Escritura (Jn 5,37). Por lo cual también Moisés dice a los israelitas: «Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna» (Dt 4,15). Pues si la mente no puede imaginar algo que se le parezca, ¿podrá acaso penetrar en lo propio de su persona?
En realidad, sólo el Espíritu Santo puede, juntamente con el Hijo, ver a Dios como es. Pues «él lo escruta todo y lo conoce todo, hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10); de manera que es cierto que incluso el Hijo unigénito, en cuanto conviene, también conoció al Padre a una con el Espíritu Santo, pues dice: «tampoco al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27). Ve él a Dios, como es debido, y lo revela, con el Espíritu Santo y por el Espíritu Santo, a cada uno según su capacidad. Por otra parte, de la divina eternidad participa también, juntamente con el Espíritu Santo, el Hijo, el cual «desde toda la eternidad» (2 Tim 1,9) fue engendrado sin esfuerzo y conoció al Padre, conociendo el engendrador al engendrado. Pero, en cuanto a los ángeles, siendo limitado su conocimiento —pues como dijimos, es el Unigénito el que según su capacidad les revela (a Dios) juntamente con y por medio del Espíritu Santo, que ningún hombre se avergüence de confesar su ignorancia
[…] Para nuestra piedad nos basta una sola cosa, saber que tenemos a Dios: el Dios único, el Dios que existe desde la eternidad, sin variación alguna en sí mismo, ingénito, más fuerte que ningún otro y a quien nadie expulsa de su reino. Se le designa con múltiples nombres, todo lo puede y permanece invariable en su sustancia. Y no porque se le llame bueno, justo, omnipotente, «Dios de los ejércitos», es por ello variable y diverso, sino que, siendo uno y el mismo, realiza innumerables operaciones divinas. Y no tiene más de alguna parte y menos de otra, sino que en todas las cosas es semejante a sí mismo. No es grande sólo en la bondad, pero inferior en la sabiduría, sino que es semejante en sabiduría y bondad. Tampoco es que en parte vea y en parte esté privado de visión, sino que todo lo ve, todo lo oye y todo lo entiende. No es que, como nosotros, comprenda en parte las cosas y en parte las ignore: este modo de hablar es blasfemo e indigno de la personalidad divina. Conoce previamente lo que existe, es santo y ejerce su poder sobre todo; es mejor, mayor y más sabio que todas las cosas. No se le puede señalar principio ni forma ni figura. Pues «no habéis oído nunca su voz, ni habéis visto nunca su rostro», dice la Escritura (Jn 5,37). Por lo cual también Moisés dice a los israelitas: «Tened mucho cuidado de vosotros mismos: puesto que no visteis figura alguna» (Dt 4,15). Pues si la mente no puede imaginar algo que se le parezca, ¿podrá acaso penetrar en lo propio de su persona?
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