(01/01/2017) «Una sociedad sin madres sería una sociedad que ha dejado lugar sólo al cálculo y a la especulación. Porque las madres, incluso en los peores momentos, saben dar testimonio de la ternura, de la entrega incondicional, de la fuerza de la esperanza». El Papa después citó ejemplos de vida vivida: «He aprendido mucho de esas madres que teniendo a sus hijos presos, o postrados en la cama de un hospital, o sometidos por la esclavitud de la droga, con frío o calor, lluvia o sequía, no se dan por vencidas y siguen peleando para darles a ellos lo mejor. O esas madres que en los campos de refugiados, o incluso en medio de la guerra, logran abrazar y sostener sin desfallecer el sufrimiento de sus hijos. Madres que dejan literalmente la vida para que ninguno de sus hijos se pierda. Donde está la madre hay unidad, hay pertenencia, pertenencia de hijos».
Recordar «la bondad de Dios en el rostro materno de María, en el rostro materno de la Iglesia, en los rostros de nuestras madres, nos protege de la corrosiva enfermedad de la “orfandad espiritual”, que el alma vive cuando se siente sin madre y le falta la ternura de Dios». Esa «orfandad que gana espacio en el corazón narcisista que sólo sabe mirarse a sí mismo y a los propios intereses y que crece cuando nos olvidamos que la vida ha sido un regalo —que se la debemos a otros— y que estamos invitados a compartirla en esta casa común».
«Tal actitud de orfandad espiritual es un cáncer que silenciosamente corroe y degrada el alma —indico el Pontífice. Y así nos vamos degradando ya que, entonces, nadie nos pertenece y no pertenecemos a nadie: degrado la tierra, porque no me pertenece, degrado a los otros, porque no me pertenecen, degrado a Dios porque no le pertenezco, y finalmente termina degradándonos a nosotros mismos porque nos olvidamos quiénes somos, qué “apellido” divino tenemos».
Esta pérdida de los lazos, «típica de nuestra cultura fragmentada y dividida, hace que crezca ese sentimiento de orfandad y, por tanto, de gran vacío y soledad». «La falta de contacto físico (y no virtual) va cauterizando nuestros corazones haciéndolos perder la capacidad de la ternura y del asombro, de la piedad y de la compasión». Hace que se pierda la memoria «de lo que significa ser hijos, ser nietos, ser padres, ser abuelos, ser amigos, ser creyentes. Nos hace perder la memoria del valor del juego, del canto, de la risa, del descanso, de la gratuidad».
Fuente: lastampa.it
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