TIEMPO ORDINARIO
VIERNES DE LA SEMANA XXVI
05 de Octubre
«Quien a vosotros rechaza a mí me rechaza» (Lc 10,10)
«Si en Tiro y en Sidón hubieran sido hechos los milagros que en vosotros se han hecho, tiempo ha que hubieran hecho penitencia.» Lc 10, 13
La gran fuente de incredulidad son el orgullo y la vanidad. Es propio del orgullo arrastrar a las almas a toda clase de males, pero sobre todo a aquellos que nos hacen aferrarnos de tal modo al propio juicio, que nos obstinamos en no someterlo a nadie, por autoridad que pueda tener sobre nosotros.
Esta vanidad de estimar tanto el propio juicio, lleva a la incredulidad y a desestimar el juicio de los demás y nos hace razonar así: ¿Por qué he de sujetarme a creer que lo que me dicen es cierto? ¿Es que yo no entiendo y no sé como los demás?
¡Dios mío, en qué peligro están las almas que se dejan llevar así por su propio juicio estimándolo tan alto! Porque la pasión nos lleva hasta la obstinación.
Es cierto que nuestra fe no es palpable y que no depende de los sentidos. Es un don de Dios que Él infunde en el alma humilde, porque la fe no habita en quien está lleno de orgullo. Hay que tener humildad para recibir ese rayo de luz divina, que es don puramente gratuito.
Escuchad cómo hablaba el Salvador a los fariseos: «¿Cómo vais a poder creer vosotros que estáis hinchados de vanagloria y de propia estima?.» Es un gran mal el dejarse arrastrar de esa forma, porque los teólogos enseñan que cuando cedemos a las pasiones, ellas nos conducen hasta el pecado. Tener las pasiones agitadas no es pecado, pero es cosa muy diferente seguir los sentimientos de ellas. Por ejemplo, despecharse y obstinarse después: eso sí que es pecado.
Y es así; ¿por qué?, para que así veamos la infinita misericordia de Dios, comparándola con la miseria del pecador. En efecto, dice la Escritura: «Que Dios hace su trono de nuestra miseria.» (Salmos 92 y 137).
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