CAPÍTULO SEGUNDO
SI NO CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS
(cf. Is 7,9)
Fe y búsqueda de Dios
35. La luz de la fe en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios, y constituye la aportación propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las diversas religiones. La Carta a los Hebreos nos habla del testimonio de los justos que, antes de la alianza con Abrahán, ya buscaban a Dios con fe. De Henoc se dice que « se le acreditó que había complacido a Dios » (Hb 11,5), algo imposible sin la fe, porque « el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan » (Hb 11,6). Podemos entender así que el camino del hombre religioso pasa por la confesión de un Dios que se preocupa de él y que no es inaccesible. ¿Qué mejor recompensa podría dar Dios a los que lo buscan, que dejarse encontrar? Y antes incluso de Henoc, tenemos la figura de Abel, cuya fe es también alabada y, gracias a la cual el Señor se complace en sus dones, en la ofrenda de las primicias de sus rebaños (cf. Hb 11,4). El hombre religioso intenta reconocer los signos de Dios en las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de las estaciones, en la fecundidad de la tierra y en todo el movimiento del cosmos. Dios es luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Imagen de esta búsqueda son los Magos, guiados por la estrella hasta Belén (cf. Mt 2,1-12). Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía por una senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de Dios con nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso está en camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar al Dios que sorprende siempre. Este respeto de Dios por los ojos de los hombres nos muestra que, cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba, sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario, como espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como único salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su « vida luminosa », en la que se desvela el origen y la consumación de la historia[31]. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz. Cuanto más se sumerge el cristiano en la aureola de la luz de Cristo, tanto más es capaz de entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que, aunque no crean, desean creer y no dejan de buscar. En la medida en que se abren al amor con corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que consiguen alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe. Intentan vivir como si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios. Dice san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba « ardientemente en su corazón », y que « recorría todo el mundo, preguntándose dónde estaba Dios », hasta que « Dios tuvo piedad de aquel que, por su cuenta, lo buscaba en el silencio »[32]. Quien se pone en camino para practicar el bien se acerca a Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la luz divina iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor.
[31] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus
(6 agosto 2000), 15: AAS 92 (2000), 756.
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